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1981. La llegada de Juli Soler.
Al finalizar la temporada de 1980, Neichel decidía establecerse en Barcelona, y poco tiempo más tarde llegaba Juli Soler para hacerse cargo de la dirección de El Bulli. Juli situó a Yves Kramer, segundo de cocina de Neichel, como chef. En aquel mismo año se incorporó también Jean-Paul Vinay como segundo de Kramer, aunque al cabo de unos meses se intercambiaron los papeles, y Vinay pasó a ser chef. un roquero en Montjoi por Juli Soler |
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un rockero en Montjoi | ||
por Juli Soler |
A fines de diciembre vine a pasar unos días a casa de una amiga, Sílvia, propietaria del Barbarossa.
Un día, mientras tomábamos un café en el bar La Sirena, me presentaron a Marketta. Yo la conocía de antes, cuando una vez fui a comer a El Bulli con Sílvia.
Marketta me explicó que al año siguiente renovarían la brigada, ya que Jean-Louis Neichel, chef y director, pensaba irse a Barcelona.
Ante la incertidumbre que rodeaba la continuidad de la casa, me ofrecieron el puesto de director. Curiosamente, ese mismo día tuve otra oferta, la de
trabajar en un nuevo restaurante, L’Antull, de la familia Perelló, situado junto a La Sirena. Marketta me puso en antecedentes y
establecimos una cita para entrevistarme con su marido, el doctor Schilling, el 25 de diciembre en la cala Montjoi, a las 12 del mediodía. Yo sólo había estado
un par de veces en la cala. La carretera estaba llena de baches y hoyos. Tenían teléfono sólo a ratos, frecuentes cortes de electricidad;
no era una zona protegida, como ahora, sino más bien una zona abandonada, pero no dudé ni un momento ante la idea de desaparecer del mapa, de mi mapa de entonces.
Era un cambio de vida, y la idea de llevar uno de los mejores restaurantes de Cataluña me infundió valor para afrontar el reto. La noche anterior, Nochebuena, fue buena de verdad, como de costumbre. Al día siguiente debía levantarme a las 10 para ir a El Bulli, pero la puntualidad no es mi fuerte, y me desperté hacia las 12. Salí pitando, pues, en dirección a la carretera de la cala Montjoi. Llevaba un abrigo de piel de cordero y, aunque estábamos en pleno mes de diciembre, hacía un sol de justicia. Fui subiendo la carretera a pie, nervioso. Subía y subía, al cabo de dos kilómetros pasé por delante del Dolmen resoplando, y dos kilómetros más adelante por la Torre del Sastre. Cuando ya no me quedaban ni fuerzas ni aliento, un Seat 1500 apareció en una curva e hice auto-stop. Así llegué a la "Hacienda El Bulli"; años más tarde, a la que pude, registré el nombre de "Restaurante El Bulli", puesto que lo de "Hacienda" nunca me había gustado. Y nada más entrar allí me esperaban Marketta y su marido. Después de las presentaciones de rigor, me propusieron degustar juntos la prueba del menú de Fin de Año que Neichel estaba preparando. En el curso del almuerzo ya me di cuenta de que al doctor Schilling le interesaba, más que el propio negocio, la gastronomía en sí, orientada al disfrute de la mesa, con rigor y un máximo de conocimientos, y siempre con el interés de ofrecer al comensal momentos de goce intenso. Ya en aquella época, la mesa de El Bulli se distinguía del resto de mesas de nuestro país. Hasta los propios utensilios, las copas de vino, la vajilla, los importaba de Alemania y se inspiraban en los grandes restaurantes del momento, los de Alain Chapel, Jacques Pic, etc. Incluso la manera de servir, de tratar y, en definitiva, de funcionar se basaba en aquellos modelos. Parece que al doctor le gustó mi manera descarada de explicar que, para mí, lo más importante era que la gente se lo pasara bien, y que, además, sabía cómo hacerlo. Sin embargo, mi mundología, mi experiencia en el buen comer y beber, incluso los conocimientos del oficio, no estaban a la altura, ni siquiera para empezar. Así se lo hice notar, y el doctor me propuso dos meses intensivos de viajes y visitas a los mejores restaurantes de Francia, Bélgica y Alemania. A mi regreso, a mediados de marzo de 1981, afronté mi primera temporada como director. Y ya al principio sucedió algo muy curioso. Aquel año Semana Santa coincidía con la fecha de apertura y lo teníamos todo reservado: muchos franceses y alemanes que, sumados a los buenos clientes del Empordà y de Barcelona, nos obligaron a colgar el cartel de "Completo". Uno de esos días, unos clientes de Perpignan llegaron, bastante alterados, y nos anunciaron que ya no aparecíamos en la guía Michelin. Yo les dije: "Imposible". Y ellos, muy amables, me retaron a que buscara una guía y lo comprobara por mí mismo. Me tocó, pues, ir hasta Figueres y encontrar una librería bien surtida que tuviera la Michelin. Y era cierto. En aquel momento teníamos el restaurante lleno cada día y terminábamos muy cansados. Pero el Domingo de Pascua, invité a Marketta a que me acompañara a París. Marketta nunca salía de la cala Montjoi, pero accedió con ganas. Me llevé también conmigo a Yves Kramer que por aquel entonces era jefe de cocina. El lunes por la tarde, después de cerrar el restaurante, salimos hacia París; nos detuvimos para cenar en Lameloise, en la Borgoña, y al día siguiente, ya en la capital, llamamos por teléfono para pedir una cita. Cuando nos preguntaron para qué día, respondí: "Estamos delante de la puerta". La verdad es que fueron muy amables pero, dado que yo me quejé de nuestra desaparición de la guía, tuvieron que darnos explicaciones. En realidad, pensaban que el restaurante había cerrado para siempre. Les aclaré que quería comenzar una nueva época, y me prometieron que seguirían de cerca la marcha del establecimiento. Al cabo de un mes, un señor que comía solo pidió la factura, pagó, y luego dijo: "Hola, a ver, no me pegue, soy inspector de la Michelin". Quiso entonces visitar la cocina y el resto de instalaciones, y charlamos un buen rato. Al año siguiente, en 1982, El Bulli volvía a estar en la guía con una estrella. Con este entreno, esperamos la visita del año siguiente para pedirle que nos dieran dos. Y así fue. El Bulli era un espacio mágico, llegar era casi una aventura, pero gracias a nuestra clientela y al boca a oreja, alemanes, franceses y muchos catalanes venían a disfrutar de una cocina que, aunque muy distinta a la de ahora, ya era puntera por entonces en las nuevas tendencias europeas. La carta de Jean-Paul Vinay se inscribía claramente en la nouvelle cuisine, con toques de influencia lionesa (era originario de Lyon), y de Michel Guérard, pues uno de los últimos lugares donde había trabajado era en su restaurante; y todo ello con el añadido de la calidad de los mejores productos de nuestro entorno: las mejores hortalizas de payés, suculentos mariscos y pescados… Y luego, claro, estaba nuestra filosofía, nuestro interés, por encima de todo, por dar placer al comensal, que se marchara satisfecho y feliz. De hecho, a partir de un pequeño y conciso decálogo no escrito pero siempre presente en todos nosotros, hacíamos y seguimos haciendo que la atmósfera en El Bulli sea única. |